Presentación leída por Julia Uceda para la Antología Olor a Rosa, en La casa de la Sirenas, de Sevilla, publicada por separata y entregada con el libro. Este mismo texto también está publicado en la revista Tierra de Nadie.

Ni siquiera puedo intentarlo. La obra de Rosa Díaz es tan amplia y diversa, tan inquieta y múltiple –poesía, prosa, periodismo; registros cultos, populares, tradicionales, infantiles-, que sólo puedo tomar, para presentar su antología, una parte de ella, la poesía que es, a mi juicio, su especial dedicación, intentando acercarme a las corrientes fundamentales y profunda que puedan tal vez explicarla. Preguntarle a sus poemas, discutir con ellos porque toda lectura no es sino una discusión entre el lector y la vida de los textos. He titulado este ensayo con un verso de Rosa: La palabra vivida 1. El profesor Rogelio Reyes, en su presentación a dicho libro, destacó la nota personal y diferenciada de la poesía de Rosa diciendo que en ella hay «un punto de autenticidad que salta a la vista, un aire de espontánea veracidad y a veces hasta de incontrolada compulsión que la hace creíble». Y si la poesía de Rosa es creíble es porque precisamente estamos ante una poesía intensamente vivida. O, también, porque es el resultado de una vida intensa.

I. POESÍA VIVIDA

Pero ¿qué quiere decir poesía vivida? Sabemos que los poetas no siempre han vivido, al menos de manera directa, lo que han escrito: en algunos casos lo han ideado, o ensoñado –no, por supuesto soñado-, tal vez imitado o se han adherido a formas y principios retóricos carentes de autenticidad. Pero nada de esto tiene que ver con la poesía de Rosa a la que, no sé por qué, han calificado de «culturalista», como veremos más tarde. Lo difícil para el crítico, y también a veces para el poeta, es conocer desde dónde vienen sus poemas; qué pulsiones los estructuran, ordenan un libro, construyen la totalidad de su obra. Porque al ir construyendo su obra, si es vivida como si no lo es, está construyendo su memoria, ordenando datos de su vida profunda, estructurando la imagen que de él quedará cuando ya no esté.

El poema, en este caso, no es sino el proceso final de un largo recorrido cuyo principio desconocemos. Es un acto de creación, el poema, y por tanto de lenguaje ya que aunque usemos las palabras de todos los días, como en el caso de Rosa, el espíritu de las mismas es un soplo cuyo origen se ignora y sus connotaciones escapan a los significados usuales. En la poesía de Rosa, lo poético se encuentra no sólo en la forma de barajar la palabra sino también fuera de ella, en sus relaciones con palabras vecinas, con giros sintácticos, con el humor alegre o triste de su autora y, lo que es más curioso, con el ánimo del lector implicado.

Yo suelo llamar al nivel profundo, ya sea inconsciente personal o colectivo, del que vienen los poemas depósito de objetos perdidos. En la poesía de Rosa, ese nivel es rico, vario y vivísimo. Ella encuentra esos objetos como quien busca a tientas. Cuando le pregunté que la llevó a la dedicación poética, respondió que se dedicaba a la literatura desde que hacía garabatos en el colegio y esto hizo que cuando iba a cumplir cuatro años se sintiera mayor e importante, «como un aguamarina gigante, piedra preciosa que veía en el anular de una tía abuela» . Y un poco después comenta otro recuerdo de su niñez: «mi padre, que había escrito algún que otro poema cuando era bachiller, es muy crítico conmigo y cuando ven que me halagan desde clase y desde la familia, me previene contra lo fácil y las palabras empalagosas o lamidas, y me aconseja que le escriba a un ladrillo» .

Ambos recuerdos me parecieron reveladores: ¿por qué los recuerda Rosa si aquello sucedió cuando era una niña? ¿Qué sentido podían tener para ella, entonces, entre sus 4 y 8 años? Los dos hechos son, sin embargo, fundamentales para que sus
palabras no sean ya nunca empalagosas o lamidas sino realmente vividas, sino como ladrillos limpios, pulidos por la experiencia, la intuición y la emoción.

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