A José Manuel Caballero Bonall, padre de “Ágata” y sus paraísos.
El cantaor no inventa, recuerda.
José Manuel Caballero Bonall
(Escrito en la pared de un restaurante de Florencia)

    1 Os hablaré de cuando los impuros y los heterodoxos. De cuando muchos pedían perdón y hacían contrición pública por haber transgredido, por haberse pasado a lo “fácil”. Porque en aquel tiempo, se llamaba fácil a eso de transgredir. 

     Después, al cabo de los años y de haberle dado al catón de lo clásico un largo recorrido, volvieron como el mar de leva, como cuando las olas se hacen más castizas y se levantan de mano en las orillas y se las ve venir como verdes insubordinaciones. Fue cuando llegaron todos convertidos a las transgresiones de Camarón. Porque Camarón es y ha sido el dios de las transgresiones. Otro como Astor Piazzolla, que iba descomponiendo o componiendo eso que arribó del desastre, de lo barrio bajero y suburbial donde siguen estando los caudillos de las baladronadas y los gestos. Donde las muchachas se ciñen la pollera, alzan y entremeten el muslo, se arrastran y se descomulgan para ser bendecidas por la lujuria mientras que se desparraman los heterodoxos sonidos del tango y el bandoneón, del chelo y los pianos esquizofrénicos. 

     Les hablaré de cuando Camarón tenía descontento a los puristas, y al cante le había subido un grito de libertad a las agallas, algo para romper anzuelos y sedales. Ahora os lo recuerdo. Ahora recuerdo la muerte de Camarón, sí, el niño de los juguetes peligrosos que contenían la semilla de Dios y del diablo. 

     Recuerdo a Camarón cuando ya le había crecido la flor de cáncer en el pecho, esa flor que se dejaba ver por las maquinitas de las ecografías, y le conducía a los hospitales y a los pasillos de la desesperación y el moribundeo. 

     ¡Camarón! Un gitanito de carne rosa, que andaba modulando gritos que bajaban a los ovarios de las muchachas en edad, las que guardaban en ellos el ansia y la paz de los milagros. El grito que a los ortodoxos, que me aspen si no, les llenaba los discursos de asignaturas pendientes, cuando les martilleaba en los oídos el algo que había que aprehender y aprender…  Ese algo que sacaba de quicio a las guitarras con sus dedos más hábiles, mientras él se llenaba de rizos y de cicatrices, de un presagio que apenas se dejaba mirar. Algo que se tornó a lo primario y lo hizo monstruo. 

     Junto al soplo del mar y a la tontura de los telediarios me apareció su muerte. Junto al desconsuelo del mar… 

Camarón, el muchacho que formó un mundo de gritos y lo dejó a pensar en las cabezas.

Albaida, en lo más alto de la cornisa del Aljarafe, perteneció al Cabildo Catedral de Sevilla hasta que en el siglo XVII pasó al señorío del Conde Duque de Olivares. Si don Fadrique le construyó una atalaya a la que los propios del lugar acabaron llamando “La Torre Mocha”, el paso de Roma ya le había dejado cierta afición a la búsqueda de metales desde que batió moneda autóctona. El Guadiamar, conocedor de meandros que amparan a garzas y a  fochas y a tantas devociones, que lamió los pasos de los que iban hacia Astarté y ahora van hacia la Blanca Paloma, la merodea desde su rama “dulce” y se junta por sus territorios  con el río Agrio, que llega de las minas de Aznalcóllar y sabe a pirita y a desastre ecológico.

  2   Albaida, matriarcado de Soleanas y Cruceras donde pesan los ovarios y las tradiciones, era la patria del “Melón de Secano”; sí, lo pongo con mayúscula porque el nombre debería haber sido denominación de origen al igual que el de sus garbanzos, que se estrenaban por la Virgen del Carmen hechos en potaje con una chispa de bacalao, y digo chispa, porque no es bueno olvidar que con lo humilde y con lo poco, se hizo la cocina menestral, y también se llega con ella a la artesanía y a saciar a las muchedumbres. Lástima que los albaidejos no se pusieran de acuerdo en darle valor a estos productos y defenderlos como un patrimonio, en vez de malbaratar las cosechas de sus minifundios para venderlas antes que el vecino. 

     Si Isak Dinesen y Meryl Streep tuvieron una granja en África, yo tuve una casa en Albaida.  Su nombre está escrito en mi libro Tótem como el de Arenis de Mar lo está en Cementerio de Sinera, por Salvador Espriu. Ella es mi “Adiabla” y allí están mis rosas y mi yedra y mis azulejos del Quijote. En ella está la baranda y la azotea por donde tantas veces a la caída del sol comparaba sus olivos con el Arz Ar-rab, los cedros de Dios en el Líbano y, cómo no, allí están también parte de mis recuerdos.

     El melón reposaba en lo oscuro salvaguardándose del calor. Del frescor del suelo pasaba al frigorífico y, luego, se desencadenaba un acto sensual del que participaban los cinco sentidos.  El verde era profundo y brillante y amarilleaba levemente por sus protuberancias de piel de sapo, palpables al tacto. El cuchillo, como arco de violín, te hacía oír el crujido musical de su carne en punto de maduración, dura y casi blanca. 

     Entonces olía a verano, a flor comestible, a reparto ecuménico y, por fin, paladeabas la misión cumplida de la tierra con el dulce justo que ni es estridente ni empalaga, un tempo moderatto y perfecto. 

     Jamás he vuelto a comer melón, para qué. Aquello era una tajada de sol frío. Sí, creo que solamente era eso.

3 Tenía un libro de horas, de vitela, con dibujitos góticos y manecilla dorada. Usaba blusas de shantung, y la imposibilidad que le otorgaba su carné de identidad  y su genética le hacían llevar un bastón con empuñadura de plata. 

      Dormía en una habitación compartida en un asilo de la seguridad social, y a pesar de la osteoporosis, la escoliosis y el pinzamiento de las vértebras cervicales, la estiraba el recuerdo antiguo de un zaguán, un patio y una galería. Quizás por eso nunca sorbía los fideos del puchero de hueso y poco más, rematado con pastilla de caldo y glutamato. Quizás por eso no sujetaba los bistecitos de pollo con el pan, hasta partirlos estirándolos con el tenedor. Sí, seguramente sería por eso y, dentro de su incipiente demencia senil, le decía a la monja mirándola fijamente a los ojos, que ella había nacido con criadas y tenía que morir con criadas. Algo que la monja no se cansaba de  recriminar, con una mirada escapada del evangelio y anclada en la socialización y las reivindicaciones  de clases.     Nunca necesitó valium para dormir. Pero un día le encontraron en una bolsa de híper, ligeramente camuflada, una botella a medio vaciar de brandy. Y es que como dijo en su defensa: “las señoritas de Jerez se enjuagan la boca con coñac antes de tomar la comunión”.

Rosa Díaz

Publicado en diciembre de 2007 en la revista Zurgay, en el número dedicado a José Manuel Caballero Bonall