Si llega mamá, lo primero que hago es buscar a la gata. Y subo a la azotea por si anda acechando a las avispas, o duerme, o se esconde entre las macetas. ¡Chilindrina, Lindra, Gatona, Abriguito de Pieles! ¡Baja que está aquí la abuela!
Y cuando buenamente se deja y le doy alcance, se la llevo a mamá, y mamá la coge y le dice una letanía de palabras, le acaricia la barriga y el cuellecito y se la sienta en el regazo. Entonces mi madre se vuelve tierna, y adquiere una aureola de indefensa bondad que encuentra el mejor sitio de mi corazón y da con el recoveco donde guardo las lágrimas dulces, las que se hacen de amor y no de la experiencia de la vida. Y empiezo a saber de la ternura de mi madre, y de los arrullos que me haría cuando yo estaba encaprichada en la riada de su leche. Y, pensando, le deshollino el alma. Comprendo la telaraña que la envolvió, su mundo triste, el raído argumento que le otorgó la historia y el parapeto que construyen los que quieren ser fuertes para ocultar su debilidad, la cáscara hostil que cobija a la almendra…
Y todo se vuelve diáfano y misterioso a la vez, porque yo, cuando ella no está, cojo a la gata, me la llevo a la cara, la beso y le digo gata mamá. Y es curioso, ¿cómo es que el animal me mira con los ojos grandes, verdes y humanos que tenía mi abuela?
Rosa Díaz
Del libro Gata mamá, editorial Hiperión, Madrid, 2002.