Por Carlos Muñiz Romero

Lo característico de Rosa Díaz es que sorprende con la lógica. Un pensamiento lógico lleva a conclusiones, pero no a sorpresas. En cambio, Rosa Díaz sorprende con su lógica, una lógica personalísima, que no es simplemente una manera de razonar como mujer o reaccionar como poeta, sino una cierta manera de escaparse de sí misma. Da la impresión de que hay momentos en que se asusta de sus propios hallazgos y los deforma para verlos desde otra realidad. De ahí, esas caídas o cambios de órbita, esos atajos y vericuetos inesperados por los que repentinamente te conduce, como si se sintiera ridícula y hastiada la calzada real que acaba de inventarse. Cuando te tenía prendido en su sentimiento de honda lírica, da un golpe de timón y te da de bruces con un prosaísmo que te descoloca el cerebro.

Para mí que se trata de una lógica de andar por casa, entendiendo lo de “andar por casa” como “andar por los adentros”. Y ahí, en esos “adentros” de Rosa, se produce, de vez en cuando, una especie de esquizofrenia poética, en la que ella se siente testigo de la realidad y, al mismo tiempo, fiscal o abogada que hace preguntas para descalificar su propio testimonio. Esa lógica, su inquisición profunda, el autointerrogatorio con que nos desconcierta. Algo tan sorprendente que ni en la realidad de alrededor, ni aún en sus mismos poemas, podemos encontrar la clave que explique la maniobra. Habría que entrar en sus más íntimos y secretos recovecos emocionales de Rosa, para medio entender por dónde sale de pronto como escapada o escéptica. Es ahí, en esa hondura de socavón, a la que nosotros, ni aún ella misma, podemos asomarnos, donde mana la sorprendente lógica de esta mujer poeta. Lo cual no significa que se desentienda de la realidad que está fuera de ella, sino que, al levar el alma tan empapada de realidad, el caminar la propia alma y el vagar por los propios sentimientos, conduce a itinerarios inesperados, que, visto alma adentro, llevan su lógica, porque responden a un mapa. Esta poeta, Rosa Díaz, no se da de bruces con la realidad mirando de ojos afuera, postura que sólo lleva a dolencias épicas o gacetilleras, sino buscando esa realidad en sus adentros, al modo de aquel poeta bíblico que pedía que le dejaran decir lo que había visto con los ojos cerrados. Es decir, paseando por sus interioridades y sorprendiéndose de los rescoldos que le habían dejado las llamaretadas de la realidad circundante. Y cada interior humano, tan aparentemente contradictorio y desorganizado, tiene más lógica de la que sospechamos. Gracias a ello, pueden ganarse el pan los psicólogos y psiquiatras que lo desenredan.

Digo esto, porque quienes vean la lista de los libros publicados por Rosa Díaz, pueden tener la sensación de que avanza a tontas y a locas, pasando de un tema a otro sin unas líneas claras. Y es que ella no anda preocupada por el juego de las torres, la dama o los alfiles, siempre tan fijo y claro en los desplazamientos de cada pieza, sino por la sorprendente táctica del salto del caballo, el cambio inesperado de dirección, el truncar el camino y dejarte sin defensa para darte de pronto el conocido “mate de coz”, maniobra que, en los problemas de ajedrez, requiere mucha lógica. Quiero decir que Rosa no imprivisa. No es por facilonería ni por veleidades caprichosas por lo que Rosa cambia de rumbo, sino por fidelidad a lo que ella siente.

Pongamos un ejemplo, en el que está también el libro que ahora presentamos. Si alguien compara los dos penúltimos libros de Rosa Díaz, Monólogos con la SE 30 (publicado el año 2000) y Compás de la ternura (publicado en 2001), puede que saque la sensación de estar leyendo a dos poetisas distintas. No sólo por los modos literarios, sino por los registros interiores. Podría, entonces, preguntarse si los “villancicos al compás de la ternura” no serían más que unos poemas de coyuntura o encargo, un modo de cumplir con la familia o los amigos, como un pregón de circunstancias, el de la Cabalgata de los Reyes Magos, por ejemplo. ¿Cómo es posible que una poetisa tan rompedora, tan irónica, tan metida en el tráfico de la carretera de circunvalación y con tanto desparpajo en sus quejumbres, sepa cantar, tan tierna y sevillanamente, tan en compás de villancico, los temas de Navidad? Y eso, al modo castizo, es decir, con la historia de Belén y aún con sucesos no sucedidos pero imaginados con ternura. Basta leer, por ejemplo, el villancico de San José:

San José que es maestro
de la madera
al niño le está haciendo
cunita nueva.

¿Adónde iría,
qué arbolito del campo
le cortaría.

Es un poema clásico, tierno, delicado. Podía haberse quedado ahí. Pero Rosa sigue siendo Rosa, y, de pronto, en este libro que presentamos, el sentimiento se le va a otra idea, delicada y trágica, que a muchos nos ha rondado a veces por la cabeza. Cuando José cortaba ese arbolito para hacer la cuna, también estaría en el campo el árbol que entregó su madera para hacer los dos brazos de la cruz. Y ahí está la cruz, la sola cruz, con el Cristo ya arrancado y descendido de ella. Una cruz deshabitada. Una cruz ante la que meditan cuatro mujeres del Evangelio: María de Betania, la intelectual, María de Magdala, la marginada, Marta, la trabajadora, Y Santa María de Nazaret, la madre. Cuatro perspectivas distintas, cuatro puntos de vista sobre la soledad femenina. Lo que es lo mismo que decir cuatro maneras de meditar sobre el amor.

“Se puede meditar sobre el amor”, dice Wilhen Breuning, siguiendo la pista de Hans Urs von Balthasar. “Se puede también encontrar propiedades que caracterizan el amor. Pero de la meditación sobre el amor forma también parte el entender que el amor goza de una propia originalidad frente al pensamiento. El amor es percibido –como dice Balthasar hablando del amor de Dios- allí donde se realiza de verdad. Sin embrago, su experiencia posee, frente a otras experiencias, un elemento propio. ”El amor no se deja clasificar por el concepto que queremos imponerle como criterio, sino que la experiencia se nos da con él, a saber, que viene a nosotros desde la absoluta libertad de otro, el amante, lo hace, incluso conceptualmente, más indisponible que las demás cosas que nos acontecen” . Estoy persuadido que eso es lo que ocurre en estos cuatro monólogos de mujeres que hoy nos presenta Rosa en este bello libro. La cruz está deshabitada, pero Cristo sigue clavado en las cruces que permanecían plantadas en cada uno de esos cuatro corazones de mujer. No en balde dice María de Betania que “ no sé a qué vengo ni por qué busco algo que llevo dentro de mí”.

Esa María de Betania es, como ella misma dice, una mujer a la escucha. Se ha hecho “sólo oído”. Su esperanza es una esperanza de palabra. La palabra de Jesús brotó en su corazón y ahora lo siente florecido. En cambio, María de Magdala, la marginada, no busca palabra, sino que rebusca en su propio pelo revuelto y cubierto de ceniza, y asegura que allí “habita la última gota de la sangre de Cristo”. Quien, en su marginación social, sólo se pregunta por su futuro, ahora rebusca en el pretérito, en las trágicas horas del Viernes Santo, y allí encuentra el motivo de esperanza. En tanto que Marta, la de las manos usadas, la que no anda entre la mística y las ensoñaciones, la que llama al pan, pan, y al vino, vino, la que está junto al fogón, la que es capaz de rezar sin rezar, porque anda atenta a hacer la comida menestral de los humildes, junto a la lejía y a las cosas vulgares, cree que ella, aunque pareciera estar a la espalda del Señor y alejada en la cocina, sí ha sabido escuchar a ese Jesús que se preocupaba de darle de comer a la multitud que le seguía. Finalmente, el cuarto relato pone en labios de la madre de Jesús estas hermosas palabras: Mira, yo escucho la voz del silencio que pasa en algunos instantes, cuando acuerdan los pájaros en callar junto al aire y en quedarse quietos al tiemblo de mi corazón. Curiosamente, esa mujer que, según dice san Lucas, “ le daba vueltas a las cosas de su corazón”, va de la cruz deshabitada alas horas de la infancia de Jesús, duerme a su niño, un niño que, según ella dice, se parece a todos los niños que no saben de la vida, sino de ese runrún de amor que, aún antes de nacer, les dan sus madres. Momentos antes, ya en el final del monólogo, el tema empalma inconscientemente con el tema de cuna y la madera, como en el villancico de San José. Dice así: Duérmete, mi niño, ahora que no está hecha la cruz, y la madera no sabe de suplicio, que es árbol solamente que menea las hojas y cobija los nidos. Una madera, concluyo yo, que es cunita para el Niño Jesús y cruz deshabitada. Milagros de la ternura, capaz de abarcar y confundir los tiempos.

Milagros también de la lógica de Rosa Díaz, capaz de zafarse de las coordenadas clásicas y hacer que esas cuatro mujeres de entonces se desenvuelvan en nuestro tiempo de hoy y hasta en los espacios propios de las mujeres de hoy. Porque lo que denuncia este libro en estos cuatro monólogos es la continuación y permanencia de las mismas soledades femeninas, ese compás de la tristeza que se renueva siglo a siglo y tanto preocupa y ha hecho pensar a las mujeres de corazón más despierto. Para mí que Rosa Díaz rescata a estas cuatro mujeres de la anécdota personal, las habita, como a la cruz, del propio espacio concreto y el propio tiempo que les tocó vivir, y logra universalizar un problema social que sigue
afectando a la condición femenina.

Esta es Rosa Díaz y así nos llega, una vez más, su curiosa y asombrosa lógica, tan eficaz como siempre. Como el árbol que cita en su último relato, parece que está hecha para cobijar los nidos, pero también para menear las hojas y, en su rumor, deja constancia de los buenos aires y de los malos vientos que nos rondan.