Mª Elena Barroso Villar, Catedrática de Literatura Española de la Universidad de Sevilla

La palabra poética de Rosa Díaz viene recorriendo un camino ya largo que se abrió a la luz editorial con La célula infinita (1980) y del que Los campos de Dios es, ahora, su último jalón. Entre ellos, un repertorio publicado de trece poemarios más, sin contar los dirigidos a lectores niños ni tampoco, claro es, los ensayos, artículos de prensa, biografías y otros escritos. Esa poesía, repetidamente galardonada con premios de ámbito nacional, cuenta con solventes estudios que suelen centrar la atención en algún libro concreto y con uno de enfoque panorámico: el de José Mª Barrera, editor de la obra poética casi entera de esta autora, de su Palabra vivida (2005), estudiada por él con rigor y documentación exhaustiva, tanto en lo que se refiere a aspectos discursivos como a temáticos, viéndolos en la trayectoria creativa de la escritora.

Tal como deja manifiesto este título, la poesía de Rosa Díaz es palabra empapada en un personal acontecer. De entre las demás facetas literarias de la escritora, en ésta, en la poética, es en la que con más fuerza cristalizan sus modos de ver el mundo y de estar en él, de vivirlo, de pensarlo. Poesía y vida imbricadas profundamente, sin que en modo alguno ello signifique que la primera tenga el sello de una referencialidad histórica.

Si todos los libros son vivos –aunque tantos, de hecho, del puro no leerse, no lo estén-, si cada uno vive la particular aventura que entraña el proceso por el que nace como propuesta de sentido para quienes lo interpreten y la peripecia de ver completadas, revisadas, reformuladas sus significaciones en cada acto de lectura con la situación cultural inherente, Los campos de Dios no pone pegas para desvelar parte de su andanza antes de fraguar conformado tal como lo hace en esta edición. Porque, en efecto, ni el discurso ni la composición ni, por consiguiente, los sentidos, son ahora los que tuvo cuando, aún inédito, quedó incluido como cierre de La palabra vivida, sino que distan de ello. Éstos son otros campos, aunque guarden frutos de aquéllos, como guardan, también, ciertos elementos que, recurrentes, se encuentran en los demás poemarios de la autora, marcándolos con fuerza. Se dosifican en grados distintos y se jerarquizan en órdenes también diferentes al fraguar en cada uno de los libros, pero, en líneas generales, puede aceptarse que se comportan como claves de sentido constantes. Selecciono algunos, por su interés para interpretar Los campos de Dios.

Por ejemplo, la mirada honda, aguda, hacia el otro lado de lo aparente para desvelar la verdad de quien habla desde los poemas, pero, además, la del mundo en que ha vivido y vive, expresado todo ello con palabra de imagen enérgica, elocuente. Cuando los críticos y la escritora misma la califican de “directa”, cuando afirman que busca llamar las cosas por su nombre, no la despojan de un rango simbólico, lo que sería tanto como negarle la condición poética. Significan que no encubre, sino que desenmascara, a veces con crudeza, la realidad poetizada. La palabra de Rosa Díaz es vivida, sí, y, justo por ello, es también viva, pero, además, porque al descubrirse, al desenmascararse, el sujeto de los poemas, voz y perspectiva de mujer, desvela ciertas razones fundadas en circunstancias que, incluso cuando se muestran como personales, un amplio colectivo de lectores -sobre todo, de lectoras- puede percibirlas como extrapolables, extensibles, cercanas a las suyas propias. Y esta impresión de compartirlas, implicando en el mundo poetizado a quien interpreta, acorta en mucho la
distancia afectiva con la autora, coopera al brote de una complicidad peculiar entre ambos polos de la comunicación poética.

Ello se imbrica en otra constante estilística que recorre, longitudinal, la poesía de Rosa Díaz. Consiste en que la voz de los poemas tiende a mostrarse emotivamente marcada por la escritora y ello nos inclina a identificar la una con la otra, sobremanera en aquellos casos en que esta última, al transponerse como sujeto literario, se nombra a sí misma.

Ese implicarse es enfático cuando el poema se rebela contra la sinrazón, contra diferentes clases de agresión a la persona, contra los agentes, individuales o sociales, del dolor, sea éste propio o ajeno, particular o colectivo. Y, como es comprensible, si el énfasis de la palabra contundente se hace muy notorio en tantos casos más, parece crecer especialmente cuando lo poetizado son experiencias vividas por quien nos habla desde los poemas en cuanto mujer o, en general, por las mujeres todas.

Todo lo cual se compagina, a su vez, con una posición pendular hacia un distanciarse del mundo del texto mediante el humor, en particular el humor irónico, con puntos de sarcasmo en ocasiones, que a menudo se apoya en cambios bruscos de expectativas de sentido. Importa mucho destacar esos repetidos estilemas humorísticos porque entrañan dirigir los poemas a un receptor con cierta clase de competencia, capaz de percibirlos y de interpretarlos, capaz de “sintonizar”, en este caso, con la autora a través de su propuesta poética. Porque, si el enunciado oral puede desenmascarar las claves humorísticas mediante la entonación, al escrito no le es dado hacerlo. Es por lo que esta estrategia discursiva, junto con otras de las que luego comentaré una, la intertextualidad, contribuye, eficaz, a que la obra poética de Rosa Díaz vaya en busca de un intérprete que coopere en mucho para construir las significaciones. Tengamos presente, además, que el “sentido del humor” es plural y se relaciona tanto con individuales maneras de ser y de estar en el mundo como con cosmovisiones propias de épocas. Es por lo que algunos teóricos, entre ellos Octavio Paz en el ensayo Risa y penitencia, ven en la risa de nuestra época la escisión representativa de la conciencia moderna y, en consecuencia, la entienden inseparable de la tristeza. Se trata de una vía para indagar sobre la obra de la poeta sevillana, pues, sin duda, buscando la verdad propia en su mundo, la voz poética no evita expresar también esa escisión.

La poesía de Rosa Díaz no es feminista, si por tal se entiende que plantea de modo expreso uno u otro principio de un determinado feminismo histórico. Tampoco lo es porque, cuando lo estima oportuno, hable del cuerpo con sensualismo verbal no encubierto por la mera referencia alusiva o la palabra oblicua. En este aspecto le pertenece un lugar entre las pioneras de la línea de poesía femenina –escrita por mujeres- y erótica que se va desplegando sobre todo desde los años setenta del siglo recién pasado, línea en la que el verso de Rosa Díaz evita la procacidad.

Pero sí se trata de una poesía de mujer que habla, no solo de una experiencia femenina individualizada, sino que, transcendiendo ésta, simboliza también sobre ciertos predicados y conductas de la condición femenina en relación con la maternidad, el amor y el sexo, tanto como sobre la función supeditada y, consecuentemente, damnificada, que genéricamente cumple la mujer en el relato social de las culturas. En cuanto al primero de estos aspectos, si ya La célula infinita se inscribe en tan antigua cosmovisión como es la de saberse fracción ínfima y aleatoria de un cosmos pero, a la
vez, parte integrante de él, el proceso poético de Rosa Díaz insistió en la fusión panteísta de la mujer con el universo. Es una de las claves semánticas que fluye confiriendo unidad a las partes de un conjunto, aunque vaya cristalizando de diferentes
maneras. Con todo, hay un planteamiento en aquel libro inicial que ha de subrayarse: a su voz no le inquieta solo la conciencia del azar de su propio existir, sino también la de culpa porque ese mismo azar –espermatozoides perdidos- haya excluido hasta la misma posibilidad existencial de otros individuos: cada uno nace ya con la muerte o la no vida de los demás a cuestas.

Asimismo, la poesía de Rosa Díaz abunda en referencias intertextuales expresas y tácitas, guiños textuales que apelan a una determinada competencia cómplice del lector, a la vez que ensanchan los horizontes de las significaciones. Sin embargo, esas referencias no suelen encriptar los poemas, ni siquiera cuando funcionan como su misma base compositiva o argumentativa. Según se conoce, la intertextualidad es inherente, está vinculada, inseparable, a la literatura misma, a los hechos mismos de producirla y de interpretarla, incluido el acto intérprete del autor. Las posturas más extremas de la teoría postestructuralista sobre el texto y de la reflexión sobre la llamada postmodernidad llegan a concebir a aquél y al lector como entidades disueltas, inevitablemente, en una galaxia de textos y a estos últimos como un mosaico de citas.

Según se sabe no menos, ciertos movimientos o etapas de la cultura han exaltado la referencia intertextual -pensemos, sin ir más lejos y por mero ejemplo, en el Barroco o en las modalidades modernistas- a veces hasta el paroxismo, encumbrándola,
conscientes, a clave estilística y semántica de primer rango. Es lo que suelen hacer la literatura y los demás discursos artísticos de los tiempos postmodernos –pintura, música, cine…- si convenimos en denominarlos así y obviamos problemas sobre lo oportuno del nombre. Acostumbran también a trastocar, a voltear los textos de referencia, sobre todo los mitos clásicos, dando a entender con ello que al ser humano de ahora no le sostienen cosmovisiones, soportes ideológicos si un tiempo firmes ya desmoronados, para resumirlo con la palabra maestra de Quevedo.

Pues bien: la poesía de Rosa Díaz es densamente intertextual, entendiendo por ello que, al abundar en remisiones a otras obras o fragmentos de muy distintas ubicaciones en el tiempo y en el espacio, de muy variados órdenes de la cultura y no
solo literarios, desvela una voluntad compositiva, de estilo y, por ello, de significación. Unas veces los confirma, es decir, la escritura de la autora es estabilizadora; otras, los rebate y, por tanto, esa escritura es desestabilizadora. Cierto que en determinados jalones del camino poético prevalecen las referencias -sean meras citas o alusiones, sean ya de tan alta importancia que se erijan en modelo arquitectónico del poema- a textos orientales antiguos, sobre todo bíblicos y medievales, mientras que en otros lo hacen los clásicos o los de la época actual. Pero lo que importa al enfocar con perspectiva amplia el mapa conjunto de esa poesía es el hecho mismo, constante, de la importancia que en ella tiene la intertextualidad como voluntad constitutiva, lo que se llena de sentido al entenderla en el discurrir de la cultura actual, en donde se configura y que contribuye a configurar.

Al mismo tiempo, acaso de inevitable manera, la palabra poética de rosa Díaz es compactamente interdiscursiva, es decir, convergen en ella y la intersecan un abanico tupido de discursos culturales procedentes de las artes, la filosofía, la historia, los órdenes sociales… Concentran las señales más importantes que dan noticia del pensamiento de la autora sobre ella misma, sobre la familia, sobre el amor, sobre los hijos, sobre la mujer en el mundo, sobre Andalucía, sobre la guerra –sus agentes y sus pacientes-…En suma, sobre el sentido del vivir, de su personal vivir.

Son éstos unos cuantos aspectos de la obra de Rosa Díaz imprescindibles de considerar en visión panorámica, aunque haya de hacerse tan en breve, porque tienen un peso importante para forjar el universo marco, la atmósfera poética general que viene calando sus libros y que en su mayor parte se ciñe también sobre el último. Cada uno y todos conjuntamente se conforman de modo particular en un poemario concreto e incluyen, asociadas, otras claves que no he mencionado aquí.

Si en su título Los campos de Dios parece anunciar poemas cuyos sentidos o claves simbólicas se refieren a espacios sagrados, esta expectativa no se cumple según resultaría esperable: se invierte. Por momentos percibimos esos espacios más bien como infernales, acaso de tan profanados, no ya solo por comportamientos de la humana condición, sino por el ejercicio opresor de los poderes. Desde las honduras de sí misma, un personal recinto de soledad, desamor, incomunicación, sufrimiento, la voz poética, un yo femenino, parte sustantiva del mundo poetizado, ve y mira al resto de ese universo, al tú, al otro, con el cual dialoga unas veces, al que apela, interroga o sobre el que medita otras, sabiéndose parte indisoluble de él, aunque no igual a él. Y de su mirada podría decirse que no halla lugar donde poner los ojos que no sea recuerdo o presencia de la muerte, la desolación, el sacrificio de hijos inocentes, la inmolación de los de abajo por la guerra que impone el interés de los de arriba… Femenina voz poética que, rotunda, señala, acusa, declara, clama, busca la autenticidad de sí misma y del mundo. Un ser en busca del sentido, podríamos llamarla aplicándole en parte la conocida expresión con que Víctor Frankl rotula uno de sus ensayos. El espacio divino, el de la Luz de la verdad personal, es una aspiración en el poemario. Pero sabemos bien que la densidad simbólica no guarda, en absoluto, proporción directa con la cantidad o la extensión del enunciado que ocupa un signo y ello permite entender el gran calado de esa Luz, meta e impulso, resorte y objetivo en el discurso lírico. De las dos citas que la autora antepone al texto poemático, la segunda reproduce palabras de Ma Zambrano, brújulas para la construcción de las significaciones por el intérprete: “Tendré que ir de sombra en sombra, recorriéndolas todas hasta llegar a ti, Luz entera”. Conforme se despliega el monólogo de Los campos de Dios conocemos ese aspirar a la Luz y, con ella, al sonido, a la comunicación, a la vida. Dado que es anhelo también presente en libros anteriores, algunos estudios de éstos lo entienden como cierta actitud mística. Sin embargo, acaso sea más exacto considerarla ascética, más propia de la vía purgativa, de búsqueda entre tinieblas, que de encuentro en la unión o en el conocimiento. Y al buscarse a sí misma entre el acontecer universal, la voz poética confiesa sentir miedo.

La composición tiene un fundamento intertextual que nace del fervor de Rosa Díaz por la obra de Juan Ramón Jiménez, a quien erige en uno de sus más importantes referentes; en torno a quien, desdoblado en la figura de otro Juan, el marido de la escritora, había fundamentado el discurso de mujer en el libro Juan-Juan (1995). Rosa Díaz hace su personal homenaje al poeta que durante el año 2006 tuvo tantos por conmemorarse el cincuenta aniversario de su premio Nobel. Lo hace distribuyendo el largo monólogo que conforma el poemario entero en unidades de once líneas, remitiendo con esto último a Espacio en la edición de Aurora de Albornoz. Pero, además, precisamente es de este poema la primera de dichas dos citas antepuestas como paratextos orientadores de sentidos en el libro de Rosa Díaz. Comienzo famoso del primer fragmento, que nivela la dignidad divina y la del poeta: “Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo”.

Pero hay otra cara importante de la arquitectura textual, vertebrada en la anterior: el monólogo. No es la primera vez que la escritora lo elige como cauce poético. Precisamente los Monólogos con la SE-30 (2000) son un hito de primera importancia en su trayectoria. El de Los campos de Dios tiene mucho de un discurrir del pensamiento mediante la asociación subjetiva de ideas; pasa de un asunto a otro sin relación aparente, pero con orden e hilación que, fingidor, parece no guardar. A la manera juanramoniana. Si todo monólogo, muy en particular el conocido como “interior” –aunque todos los sean- o “corriente de conciencia”, entraña un espacio lírico, porque indaga en las profundidades de un yo, expresándolas, se entiende bien que desde el siglo pasado venga canalizando muchas expresiones de la poesía y sea soporte de la novela llamada lírica, esa que enaltecieron Joyce y tantos más. Así pues, ni qué decir tiene que la base intertextual de esta cara arquitectónica de Los campos de Dios es un árbol de ramas tupidas, pues, aunque remite sobre todo a aquel poema de Juan Ramón Jiménez -quien reconoció haberse sentido inclinado por esta forma poética desde su juventud y antes de que se le asignase el nombre que luego habría de identificarla-, no lo hace solo a él.

Si Espacio compendia las claves más importantes de su autor, Los campos de Dios resume, asimismo, la mayoría de las de la escritura poética de Rosa Díaz.

Dicen teóricos que todo poema, aun cuando se exprese muy breve, entraña un relato. Y ese fragmentado monólogo de la escritora sevillana en parte contiene, implícita, cierta peripecia vital de una mujer. Desde un presente, arropada en su chal, medita, rememora, se mira y mira al mundo, descubre la verdad personal que, según queda dicho, ha vivido y vive como mujer; se hace portavoz de universales experiencias de mujeres, víctimas, a fin de cuentas, de toda violencia, pues contra ellas se vuelve también la que sacrifica a los hijos, a todos los hijos de todas las madres: clamor contra las guerras, en particular contra las que más conmueven nuestro mundo. Importante misión la de ese chal, empapado de tiempo, acicate para recuperar el pasado, pues su contacto con el cuerpo ha ido estimulando –lo descubrimos cercano el fin del poemario-el fluir del pensamiento. Proustiana manera de actualizar el ayer.

La experiencia individual del amor es el punto de arranque en el discurso de esa femenina voz, clara y tajante como todas las poemáticas de Rosa Díaz. Voz que apela al otro y contrapone el antes, hecho de pasión fogosa, con el ahora, ya sin rescoldos siquiera. Pero, asimismo, en ese comienzo discursivo declara ni más ni menos que el Silencio –de ese otro, del mundo, ¿de Dios?-, la incomunicación, es el resorte de su escritura. Por tratarse de alguien que está escribiendo, entre otras razones, percibimos esa figura femenina vivamente troquelada con la huella de la autora.

Visión de la entrega amorosa como sacrificio y destrucción. Maternidad y sacrificio también. Unidad de mujer y naturaleza, en perpetuo movimiento cíclico, según repiten todas las sociedades, al decir de la antropóloga Sherry Ortner. Saberse, otra vez, célula infinita y ahora, además, madre de los no nacidos. Fecundidad femenina como garantía de perpetuidad, no ya frente a la muerte solo, sino incluso frente a las matanzas de la guerra. Grito de una madre que es grito de todas las madres…

El campo de enfoque se ensancha conforme quien habla deja de ensimismarse, atiende a los otros, sale al afuera de sí y se enajena. Mira a nuestro mundo urbano de occidente, mira al mundo oriental más violentamente desolado, mira a Cuba, mira hacia los escenarios europeos de las guerras actuales hasta detenerse, retrospectivo, en la última española, de consecuencias nefastas para tantos intelectuales. Llora por el llanto de los más desfavorecidos. Proclama amor hacia la humanidad más doliente –intenso simbolismo de las manos-. Grita, en suma, contra la injusticia y contra el ultraje a la Libertad.

En proceso circular, igual que la vida misma, el foco de atención regresa al yo y, por último, su discurrir monologado medita, especular, tanto sobre la eficacia como sobre la fiabilidad de la palabra, capaz de decir todo y su contrario. Así, ésta, la palabra, que al comienzo era escritura, se hace parte sustantiva del universo poético como principio y fin de éste. Palabra, la de estos espacios divinos, visitada en ocasiones por la ironía, habitada por la referencia a otras de múltiples textos, recorrida por discursos plurales, antiguos y coetáneos, sean literarios, religiosos, sociales, políticos o de otros ámbitos de la cultura. Dirigida, como la poesía toda de Rosa Díaz, a quien, compartiendo el placer del texto, participe también de las inquietudes que dieron el ser a Los campos de Dios.

Sevilla, enero de 2007.